_ BIO
Cecilia actualmente reside en Cortaderas S.L. Es lic. en museología, artista visual, ceramista y gestora cultural. Combina la labor docente con investigación y producción de obra llevando adelante diferentes proyectos culturales. Le apasiona explorar la conexión entre territorio e identidad a través del arte y la cultura. Como artista combina técnicas tradicionales y contemporáneas para reflejar las historias y memorias de los territorios que habita buscando generar impacto reflexivo y emocional.
Actualmente su trabajo artístico explora la cerámica como un vínculo con prácticas ancestrales, con la creación de piezas que tienden puentes al presente e invitan a pensar el arte desde la descolonización. Realiza talleres y charlas en centros culturales, museos y espacios de la educación formal acerca de arcillas locales y cerámica del Abya Yala.
En los últimos años ha obtenido becas de Flacso, Fondo Nacional de las Artes y premio MICA (Mercado de Industrias Culturales Arg.). Ha participado de diversas exposiciones como la MAAC de la UNLC, Brota en mí junto a Conexión Primaria, Lo que la tierra nos da y Cerámica con identidad.
Las Quijadas y la memoria Huarpe esculpida en piedra y viento
El viaje hacia el Parque Nacional de las Quijadas es, en sí mismo, un acto de fe. El camino se traza sobre la llanura de San Luis, una pampa que se extiende bajo un cielo que parece inmenso y sin fin. La ruta es una línea recta que hiere la monotonía del horizonte, un trazo firme que promete un destino invisible. El ojo se acostumbra a la horizontalidad, a la lejanía apenas interrumpida por la vegetación escasa del Chaco Seco. La conciencia se adormece en la predictibilidad del paisaje, hasta que el mundo se quiebra de manera abrupta y sin previo aviso.
De repente, casi sin transición, el horizonte se levanta. No como una montaña que crece en la distancia, sino como una mandíbula que se abre para revelar un paisaje de película, un gran anfiteatro natural. Las sierras se alzan como una revelación, un golpe visual que rompe el orden de la llanura. Es aquí donde el nombre del parque, "Las Quijadas", adquiere su significado más profundo. No son solo formaciones rocosas; son las fauces de la tierra, una boca ancestral que se abre para contar una historia de millones de años. La entrada al cañón no es un simple paso geográfico, sino un umbral hacia una dimensión distinta, donde el tiempo se mide no en horas o en años sino en el lento, inexorable suspiro de la erosión. Las Quijadas son un portal que nos transporta desde el plano de la existencia cotidiana a un tiempo sin tiempo marcado por quiénes lo habitaron en el pasado.
El paisaje es como un códice de piedra que narra la historia con un lenguaje de colores y texturas. La geología, que en otros lugares es un proceso invisible, aquí se manifiesta como una forma de arte, una escultura monumental y rojiza.
El acto de caminar por los senderos, de contemplar los farallones con sus cornisas y terrazas, se siente como la lectura de un manuscrito sagrado. Este lugar es una prueba de que la belleza puede nacer de la lenta y silenciosa violencia del tiempo, revelando la memoria de la tierra para aquellos que tienen la paciencia de observarla.
En este paisaje árido la vida se aferra con una voluntad tenaz. La flora desafía la sequedad y el sol implacable. En este escenario inhóspito, la vida ha aprendido a defenderse y a subsistir. Las jarillas y la chica se han adaptado a las condiciones extremas. Sin embargo, son las plantas espinosas, las que llevan la corona de espinas de este desierto, las que mejor encarnan su espíritu. La penca (Opuntia sulphurea), con sus largas espinas anaranjadas, se extiende sobre el suelo. Los chaguares, que crecen en los balcones de los paredones rojos y los claveles del aire que es posible descubrir al paso.
Los arbustos de crecimiento lento desarrollan leños duros y retorcidos que se convierten en verdaderas formas escultóricas. El sufrimiento y la resistencia de la planta contra el sol y el viento quedan grabados en la misma estructura de la madera. La forma final de su muerte es, en realidad, un testamento de la vida que se negó a ceder. La corona de espinas no es una maldición, sino el sello de una profunda y obstinada resiliencia.
Otupuel, el viento Huarpe, aliento furioso de la tierra
El viento no es un elemento más, es una presencia constante. Es una fuerza poderosa.
Para el pueblo Huarpe es un joven que se convirtió en el viento mismo, condenado a vagar sin forma y a recordar para siempre la furia de la Pachamama. Su propósito es redentor, es un mensajero de cambio y una fuerza que, a través de su turbulencia, invita a la transformación. Al escuchar el aullido del viento en Las Quijadas, no solo se siente el aire en movimiento, sino el aliento de la tierra que habla, enseña y transforma.
La presencia del pueblo Huarpe en Las Quijadas es un eco profundo que resuena a través del silencio de las rocas. Su cosmovisión concebía el mundo como una casa grande con una profunda conexión sagrada con la energía vital del universo.
El suelo de Las Quijadas es un archivo dual. El paisaje es un testimonio de dos historias inmensas, la geológica y la humana, ambas entretejidas en la misma matriz de polvo y roca. Este terreno no es solo un parque natural; es un cementerio sagrado, donde los restos de la vida prehistórica y la vida humana coexisten en un silencio reverente, un recordatorio de que somos parte de una historia mucho más larga y profunda que la nuestra. La tierra es un mapa del alma, y cada huella en el polvo es un eco de aquellos que vinieron antes.
La experiencia de Las Quijadas no concluyó al salir del parque; se impregnó en mi alma como el polvo que el viento Zonda deja en cada rincón del cuerpo. Este lugar confronta a quien lo habita. La travesía, con el sol abrasador y la necesidad de llevar mucha agua, es un rito de iniciación. La boca se seca con el calor que irradia la arcilla y la roca. Las sierras nos muestran la resiliencia que se necesita para existir en la belleza áspera y sin concesiones.
Al final, lo que permanece no son solo los recuerdos visuales de los acantilados y los cactus. Permanece la sensación de haber estado en un lugar donde la historia no está en los libros, sino grabada en la misma geología. Un ciclo eterno de vida, muerte y transformación. Las Quijadas deja una huella en el alma, un sabor que perdura, recordando que la belleza puede ser dura, la historia silenciosa y que la verdadera sabiduría reside en el polvo y en la ceniza de lo que una vez fue.
Por Cecilia Bon